La Habana: Una belleza decadente

Hace unos años Pedro Almodóvar visitó La Habana. Al marcharse dijo que no se sabía si era una ciudad a medio construir… o a medio destruir. El título de “belleza decadente” no lo he inventado yo. Aunque me gustaría ser el autor de tan hermoso epíteto, tengo que reconocer que lo he visto en innumerables catálogos internacionales.
Los adjetivos fallan para describir a La Habana. Es una ciudad que no se visita, se disfruta. Es una ciudad que no se conoce, se camina. Y si usted es demasiado vago para caminar, para bailar al son del tambor o comer cerdo asado, entonces no venga a La Habana. Compre un pasaje y viaje a Ginebra donde todo es tan limpio que da asco.
Digo todo esto porque hoy se celebra el cumpleaños 419 de La Habana. Y usted se encuentra que la festejada es una señora de mediana edad, pero apetitosa todavía, que se pinta el pelo rizo y usa jeans apretados para marcar las caderas y que no se le vea la celulitis.
Hoy en la tarde, a la caída del sol, los que estén en Cuba podrán ir hasta la Ceiba del Templete. Allí nació, hace ya unos cuantos siglos, la Villa de San Cristóbal. Y como el nombre de su patrón, La Habana, una ciudad vieja pero siempre agradecida, lo cargará a usted en hombros por siempre. La Habana conserva el recuerdo de la gente que la visitaron.
Quizás Eusebio Leal diga las palabras mágicas. Quizás no, porque el viejo Eusebio está cada vez más viejo y menos hablador. Yo he leído acerca de una exposición que se inaugurará este miércoles en el Palacio de Lombillo. Se llama Huellas de la Ciudad. A lo mejor en uno de esos cuadros, está su huella, la huella de usted. A lo mejor están las pisadas que usted ha dado por toda La Habana.
Yo no sé. Yo no sé de qué está hecha La Habana. Quizás de jamones curados, ese olor de la Plaza Carlos III. O del granito reluciente del Vedado. Quiero creer que a La Habana la construyeron con espuma de mar. Por eso es una ciudad que está en el medio del ser y del no estar.